AUTORA: Gladys Abilar
LA CARNEADA
RINCÓN GAUCHO, FEBRERO 2012
Lo trajeron atado sobre el lomo de la mula Tuerta. Los ollares moqueando, respiraba con dificultad. Pancho se apeó y con un ademán casi artístico arrancó al cordero de su montura echándoselo al hombro.
En la ramada los peones consumían el tiempo entre vino, mate y taba. Pancho maniobraba afanosamente tratando de sofocar, desde los cuartos delanteros, los sacudones de la víctima que se resistía. Del otro extremo, Aníbal soportaba las patadas. El condenado gemía, balaba entrecortadamente. El instinto le presagiaba la muerte.
-¡Vení, Zenón! – gritó Pancho- danos una mano.
Zenón se sumó al forcejeo y lograron dominarlo al fin. Pancho le metió una rodilla en la base del cogote. Con la otra, lo ajustó por el costado. Le estiró el hocico y el largo cuello al que ya le habían quitado la lana quedó tenso. Aníbal lo tenía sujeto por las ancas contra el suelo. Los ojos del ovino querían huir de las órbitas. El terror se dibujaba en el vidrio turbio de sus pupilas. Pupilas empañadas de lágrimas, polvo y miedo. Los ollares chorreaban un agua viscosa, mezcla de moco, saliva y tierra. Todo en él se veía quieto. Menos el corazón que le tronaba en el pecho. Como manada de búfalos encabritados.
Pancho desenvainó el cuchillo. La hoja brilló. Pulida, muy pulida. Filosa, muy filosa. En el cielo revoloteaban los caranchos. Las alas oscuras, extendidas como paraguas draculíferos, planeaban. Y esperaban.
La mano diestra de Pancho dibujó un tajo en el cogote del cordero. Un balido desafinado y torpe taladró los oídos de la Tuerta en el redil; reculó espantada y vocalizó un relincho. ¡Culo! Gritaba en ese instante la garganta embriagada de Filomeno, desde el alboroto de los tabeadores.
Pancho le cercenó la yugular y el cuero se abrió. Un chorro de sangre cayó en un recipiente que los perros, con ánimo festivo, olfateaban y lamían. Cinco, seis temblores sacudieron el cuerpo del degollado en protesta a lo irreparable. Coágulos amoratados empezaban a formarse en el líquido viscoso. Era extraño: en el cubo, la sangre palpitaba rítmicamente, como si respirara.
De un solo envión elevaron el animal hasta colgarlo de las patas, entre tendón y hueso del garrón, en un gancho de carnicero. El cuerpo sin vida se mecía cabeza abajo.
Pancho puso el filo del cuchillo- previamente mojado y encenizado-, de canto, sobre la superficie lisa de una piedra. Aplicó dos dedos sobre la hoja y presionó suavemente deslizándola con maestría. Garabateó unos chicotazos en el vacío, sonaron como cuerda tensa. Lo hizo con garbo de malabarista. Luego probó la eficacia de la afilada raspando el filo sobre la yema del pulgar. Estaba a punto.
El cuerpo del cordero se ofrecía pleno, el vientre expuesto. Pancho metió los dedos índice y medio en el agujero del cogote, como una pinza, agrandándolo, para que el arma blanca abriera la incisión. La cuereada se había iniciado. El cuchillo, acostumbrado y dócil, se deslizó desde abajo hacia arriba rasgando el cuero. Se abrió un sendero blanco de grasa y los márgenes se separaron. Pancho empezó a meter cuchillo despegando, con tajos largos y certeros, el cuero de la carne. Conocía al detalle la consecuencia de cada movimiento, la profundidad de cada incisión. No quería “lastimarlo”. Luego embestía con el puño cerrado empujando hacia dentro, entre el cuero y la carne, despegándolo, desvistiéndolo. Rosario, su esposa, esperaba pacientemente a que éste le recibiera el mate. En dos chupadas le arrancaba el ronquido y se lo devolvía todo enchastrado.
Mientras tanto, Aníbal encaraba por otro flanco al bicho abatido. Metía cuchillo con optimismo en las extremidades, una por una. Abrió una partidura desde las pezuñas hasta los sobacos por abajo, y las verijas por arriba. Dibujó tajitos a lo largo, como si pespunteara al condenado. Y despegó el cuero del hueso del antebrazo. Luego tironeó, deslizándolo en sentido contrario, como si le estuviera quitando un guante. Agobiado, se pasó el canto de la mano por la frente sudada. Con la misma mano, también sudada y ensangrentada, se adueñó de un vaso de vino tinto al descuido de los tabeadores. Se lo mandó de un solo trago.
Pancho tenía el puño colorado de tanto empujar para dentro despegando el cuero. Ya lo tenía casi desvestido cuando solicitó la ayuda de Aníbal para la última embestida. Juntos dieron el tirón y el cuero en su totalidad se desprendió. El cordero quedó desnudo.
Pancho se tomó un breve descanso. Bebió agua en una botella de cerveza, tapada de tierra y caliente.
– ¡Qué es esto! ¿No hay un hielo miserable en este rancho? ¡Prefiero un tinto! –y se prendió de una damajuana, cuando vio a don Leónidas tensando las cuerdas de su guitarra. – ¿Y maestro? ¿Para cuándo esa chacarera?
Los dedos sarmentosos del maestro cantor empezaron a rascar con delicadeza infinita las cuerdas del instrumento. Y la garganta del gaucho beodo entonó una copla llorona.
Pancho repasó el filo de su cuchillo en la misma piedra y con la misma ceremonia, y se preparó para abrir el vientre del animal. Un tajo obsceno desnudó tripas, hígado, bofes y demás órganos. Los perros del vecindario, al acecho, se peleaban por algún desperdicio. Los llamaba el olor de la carneada. Olor a sangre. Olor muerte. Pancho desprendía las tripas con prolijidad de modista, sin romperlas y se las arrojaba. Separaba, con igual minuciosidad, el hígado y lo ponía a resguardo de los animales famélicos. Los riñones quedaban en su sitio. Se debían asar junto con el animal. Con la vesícula abordaba un procedimiento cauteloso. No vaya a ser que se le rompa. Sería fatal. Por último arrancó los bofes y los tiró al techo, donde una tribuna de gatos hambrientos, esperaba por un bocado. Se acomodaban en hilera, como si los hubiesen amaestrado. Pero al caer el bofe, olvidaban el orden y se mataban entre ellos.
Un lunar negruzco se pintó en el cielo: nube de caranchos planeaba en círculos aguardando su turno.
Zenón se hizo cargo del resto. Fue abriendo en derredor de la coyuntura sin errar un milímetro. Quebró las cuatro patas en la última articulación. Entre el tendón y el hueso del garrón se agrandó el ojal por donde encajaba el gancho de carnicero. Desprendió una a una las patitas del animal y las arrojó detrás del horno de pan, donde media docena de perros agradecidos se anudó en feroz pelea.
Pancho y Zenón vaciaron al cordero. Y se detuvieron a contemplarlo. Para ellos era su obra de arte. Lo colgaron de lo alto de un ciprés para que pasara la noche al fresco, oreándose con el aroma de las flores y hierbas silvestres.
Finalmente se sumaron a la rueda de la taba. Era tarde ya, casi noche, pero los tabeadores se habían encaprichado con la timba y jugaban por pura inercia. Rosario, por su parte, se iba rumbeando para el rancho con su deslucido equipo de mate; adivinaba a tientas el camino guiada por el resplandor de una hoguera. En ese instante, la garganta embriagada de Filomeno gritaba otro “¡culo!”.