AUTORA: Gladys Abilar
VELORIO RIOJANO
RINCÓN GAUCHO, JULIO 2012
Lo siento mucho comadre… – Jacinta se abrazó a la viuda moqueando sin parar. – Pensar que era tan bueno. ¡Quién diría…!
– Gracias comadre. – sollozó Petrona a puro llanto. – ¡Estaba tan bien hasta que le vino el ataque! – Lloró y lloró con desconsuelo. Era menester demostrar el dolor que la compungía. No vaya a ser cosa de que luego su amiga saliera por el vecindario a runrunear falsedades.
Jacinta se fue introduciendo entre el gentío repitiendo “no somos nada”. Abrazó y palmeó a familiares y deudos. Finalmente llegó al recinto donde velaban al muerto. Un tufo dulzón y penetrante la envolvió. Cientos de juncos custodiaban el ataúd y ella empezó a estornudar. Don Atalíbar, caballero legendario del lugar, le ofreció su pañuelo y la invitó a sentarse. Ella lo miró con la emoción de quien asiste a un milagro.
– Qué costumbre la nuestra, vestir los velorios con juncos habiendo tanta flor en el campo.
– Lo que pasa Jacinta, usted es alérgica. Además, ¿qué vecino no tiene juncos en su casa?- El hombre era un paisano de pañuelo en cuello, sombrero y manta. Fumador de puros y solterón sin remedio. Ni hijo bastardo se le conocía, cosa frecuente en aquellos parajes. Aún conservaba intacto su garbo seductor y la maña de junar mozas. Jacinta, que ya sufría de lumbago y reuma, siempre lo quiso pero jamás lo pudo conquistar.
El ventilador de paletas giraba en el techo esparciendo un aire grávido. El silencio amortajaba el recinto. Sólo el chisporroteo de los cirios hería la quietud. De pronto, el llanto acongojado de algún deudo indicaba la llegada de otro candidato a expresar su pésame. Luego una ristra de sollozos solidarizados con éste último. Jacinta volvía a llorar en adhesión a su comadre. No faltó Eugenio Montes con su sincretismo de salón consolando a la enlutada: “…paciencia doña Petrona, es el camino que todos vamos a seguir si Dios nos da vida y salud”.
Conforme iba llegando la gente se dirigía al ataúd a contemplar al finado cuyo semblante oscilaba entre pálido, amarillo, verdoso y se oía “no somos nada”.
– “No somos nada”. En cualquier momento nos llaman y…hay que ir nomás -explicaba Atalíbar, grandilocuente.
– No sea dramático, hombre –dijo Jacinta mientras aceptaba una tacita de café que ofrecía una vecina.
– Yo prefiero un jerez – Pidió Atalíbar.
De pronto las conversaciones cesaron. Se oyeron lamentos, cuchicheos, bisbiseos que avanzaban sobre el cuarto mortuorio decapitando el silencio que envolvía coronas, candelabros, crucifijo y ataúd.
– ¿Vamos al patio? Hace calor. – Con elegancia se tiró la manta al hombro- Además, necesito fumarme un puro.
– Vamos. -dijo Jacinta, presumida, retocándose el cabello.
En el patio se veían grupos dispersos bajo el abrigo de una parra con los racimos en sazón. Sus rostros más distendidos, el murmullo más fuerte y los temas de conversación rondaban las enfermedades. ¿De qué otra cosa podían hablar cuando la media oscilaba entre los sesenta y setenta años? Las comadres se atareaban en reciclar chismes de alcoba, y el ahijado del muerto no paraba de contar cuentos graciosos. De vez en cuando se oía shhh…
Junto al aljibe bañado en reverberos de luna un puñado de viejos, desafiando los años, enumeraban las virtudes del difunto. De los defectos, ni hablar. Un acuerdo tácito protege al finado de las calumnias.
El llanto de la viuda abrazada al cajón indicó el momento culminante. Lo estaban por llevar. El gentío formó el cortejo. Los más allegados se disputaban una agarradera que ratifique su amistad como favorito del muerto.
Jacinta se apenó. El encuentro con el hombre que siempre amó llegaba a su fin. Cuando…
– ¿La puedo acompañar, doña Jacinta?