AUTORA: Gladys Abilar
LA LEYENDA DE LA SALAMANCA RIOJANA
RINCÓN GAUCHO, ABRIL 2016
En la provincia de La Rioja, 20 kilómetros hacia el norte se encuentra la Villa Sanagasta, cuna de la Salamanca riojana. A 1.600 metros de esta Villa rumbo a Huaco (La Rioja), hay una caverna en lo alto del cerro, con una enorme boca de entrada y unos 50 metros de profundidad; su piso exterior es de una increíble limpieza y su arena brilla reflejando el sol. Todo el conjunto constituye una formación rocosa rica en minerales como hierro, pirita y azufre predominando éste último, dato compatible con historias de demonios.
Los lugareños dicen escuchar música, risas estridentes y un irresistible deseo de internarse en ella. La música que de allí proviene sirve para atraer adeptos que luego serán guiados hasta la entrada.
Se afirma que las brujas riojanas llegan desde el Famatina a Sanagasta donde se congrega la mayoría y luego viajan a Salavina, Santiago del Estero. Allí se encuentra el centro nacional de estas prácticas.
Salamanca (Salla=peña. Mancca=bajo, infierno): vocablo quechua que significa aquelarre, reunión de brujas, seres demoníacos y almas condenadas que se dan cita para divertirse, bailar, beber, elucubrar maldades contra los seres humanos, ofendiendo y renegando de todo precepto moral o religioso.
El rey de la Salamanca es el Zupay, quien preside las reuniones y sella los pactos de los hombres que acuden a él en busca de la clave de la vida, la ciencia de la carne y los secretos del mal. Este mito, o leyenda, afirma que la Salamanca más importante es la de Sanagasta, aunque existen incontables guaridas, ya sea en la cueva de algún monte, montaña o formaciones rocosas sobre la Pachamama (madre tierra), o en cavernas aisladas donde la topografía las hace inaccesible, siempre rodeadas de un halo de misterio y terror.
La Salamanca es el refugio del Demonio. Es su corte y su harem. El rebaño de brujas, entregadas al oficio de satisfacer sus deseos, lo incitan lujuriosamente con músicas sensuales y danzas lúbricas.
En este antro secreto, conocido solo por los iniciados en las artes de la brujería, donde los sábados por la noche se reúnen brujos (Calcus), hechiceros y adivinos en compañía de animales, se organizan fiestas en honor al macho cabrío, y se sirven los mejores manjares y bebidas como aguardiente, chicha y aloja. En estos festejos se baila y se canta desde la caída del sol hasta las primeras horas del amanecer. A modo de ritual se invocan a brujas y almas condenadas que pudiesen estar merodeando junto a los demonios del infierno. Testigos presenciales de estos aquelarres lo describen como un lugar iluminado con lámparas de aceite humano donde impera gran alboroto por los desbordes, gritos y carcajadas de los presentes. Se realizan conjuros y maldiciones. Quien desea ingresar debe conocer la contraseña, sin la cual la entrada permanece invisible. Si la conociese, ingresa al recinto pasando por una especie de laberinto tortuoso. Entre otros se debe sortear el Arunco, con un chivo maloliente que a embestidas lo empujará hacia el interior; una gran culebra amenazante cuya boca destila baba sanguinolenta y finalmente un Basilisco de ojo centelleante. Los adeptos no pueden revelar la entrada a la Salamanca. Un terrible castigo los aguarda si así lo hiciesen.
Los participantes de estas fiestas pueden permanecer varios días sin dormir y sin atisbo de cansancio. Luego son beneficiados con algunas virtudes como la sanación de sus semejantes, amplios poderes para la ejecución de instrumentos como quenas, sikus, pinkuyos, erkes, caja, violín, gran capacidad de oratoria, facilidad en el canto, el baile etcétera. Beneficios que el Diablo les otorga a cambio de su alma, la que debe ser entregada en un tiempo estipulado en un contrato firmado con sangre.
En ocasiones es el mismo Diablo quien sale de la Salamanca a buscar devotos. En esos casos toma la forma de Mandinga, y se aparece como un gaucho vestido pomposamente, con adornos de plata y ornamentos.
Es posible reconocer a las personas que han estado en la cueva porque no proyectan sombra.
Se ha pretendido derivar el vocablo del Aimará sallamanca que significa “piedra abajo”, pero los estudiosos sostienen que tanto el mito como la denominación son de origen hispano y común en toda América del Sur.