AUTORA: Gladys Abilar
LA LEYENDA DE GRINGO TADGE
RINCÓN GAUCHO, OCTUBRE 2010
La vieja Dominga fumaba un chala en el rancho de adobe. Adobes que había amasado junto con su marido, Santiago Acosta, cuando llegaron al campo de Atencio Miranda, el paisano más rico de toda la Aguada. Dominga era joven entonces. Santiago no tanto, pero sí lo suficiente como para hacerle media docena de hijos en media docena de años. Se hicieron cargo del sembradío y del ganado. Pero un día como cualquiera, Santiago Acosta se murió de golpe.
Allá en el campo el tiempo pasa igualito que en cualquier sitio del mundo; el olvido llega, las penas se purgan, las alegrías se multiplican. Y los maridos se reemplazan.
La vieja Dominga fumaba un chala en el rancho de adobe mirando, a través del humo espeso, al reemplazo de Santiago Acosta: Gringo Tadge.
La noche se venía torva, más apresurada que otras porque la tormenta la acosaba. Un rayo oblicuo, a lo lejos, abrió el vientre del universo y parió truenos y relámpagos y una lluvia torrencial se adueñó de los campos.
Cuando la ira del cielo amainó, la quietud ganó su lugar. Por la mañana el sol empezó a aparecer, tímido, como avergonzado. Primero espiaba desde el hombro del cerro, luego se ocultó detrás del algarrobo y, poco a poco, se vino olfateando el ozono que la tormenta dejara flotando en el aire y en los campos de Dios.
Gringo Tadge se perfiló bajo el techo de paja que hace las veces de galería, con el mate de porongo en la mano, esperando las primeras luces del alba. Inmóvil, permaneció mirando el campo aún dormido, con su rostro pétreo dibujado sobre el fondo sanguinolento del amanecer. La barba de tres días, rubicunda, dura, delineada pelo por pelo en el contraste de la aurora, parecía un cactus del lugar.
Tiempo atrás, Tadge se había aparecido en el rancho de la Dominga azotando un bayo arisco que a los pies del fogón se frenó de golpe para nunca más partir. Había sentido el calor de hogar, el olorcito del guisado, el sonido del último sorbo de mate y el humo cálido del cigarro. Y le bastó. Por ese entonces la Dominga ya era vieja y quebradiza como un sarmiento. Pero debajo de su lúgubre apariencia estaba el desahogo del forastero.
Desde que Gringo Tadge puso un pie en tierras de don Atencio Miranda se supo, tácitamente, que sería capataz de la peonada y macho para las hembras.
La Dominga sabía honrar la vida con la rutina diaria. No hacía más que guisar, barrer, ordeñar y consumir lo que le quedaba del día entre cigarro y mate. Al finalizar la jornada, unos regresaban de los sembrados, otros del pastoreo, y en el rancho ardía el fuego con la olla tiznada donde se cocinaba el locro de cada día. De vez en cuando, un cordero se doraba al calor de las brasas, lento y perfumado con ramitas de laurel.
De los seis hijos que le hiciera Santiago Acosta, sólo la más pequeña fue mujer. La llamaron Rosaura. En el campo esta desigualdad es una bendición: cinco varones para poner el hombro en la ruda tarea del arado, siembra y cosecha, o para lidiar con toros, vacas y demás bestias de la región. Jugarse el pellejo en la doma, la yerra, las marcas, la arriada.
Cuando Gringo Tadge se apareció en la hacienda, Rosaura era una niñita menuda, enclenque, los dientes salteados, que lo espiaba con desconfianza desde un mechón pulguiento que le tapaba el ojo. Finita y larga como vara de junco. El Gringo la calculó. Y la esperó.
No pasó demasiado tiempo. Los guisados, las mazamorras y el locro de la Dominga hicieron el milagro, y la que fuera desnutrida y pitiñosa, pronto dejó de serlo. Cuando despertó la Rosaura, los trece octubres tenía.
No hubo pleitos, celos ni malos entendidos. Así como, tácitamente, Tadge fue capataz de la peonada y macho para la Dominga, también lo fue para la tierna Rosaura.
Gringo les guardaba una fidelidad casi inaudita, pues no tenía más ojos que para la vieja y para la joven. Mientras que dormir con la Dominga era como dormir con una caña, con Rosaura –tierna, núbil-, era como dormir con una flor. Pero la vieja, fogueada por los años, guardaba los secretos de la vida y sus placeres en el antro recóndito de su intimidad.
Desgranando los días entre las dos caras de la dicha, Gringo se iluminaba pensando en los hijos que quería tener, para cuyo fin había un solo nombre: Rosaura.